AFERRARSE A LAS COSAS...




Aferrarse a las cosas cuando éstas son efímeras es un gran error del ser humano. Nos atamos a espacios, lugares, casas, objetos...
No hay nada más evidente y directo en la experiencia humana que nuestra vida cotidiana. De ella podemos sacar infinidad de aprendizajes. Sólo tenemos que tener los ojos y oídos bien abiertos para ver y escuchar; y tener el alma en disposición  de entender y aceptar.
No se trata de aceptar de forma pasiva con ese matiz asemejado a la resignación. Me desagrada mucho esa palabra que me resuena por dentro a sumisión y a dominio irracional.
Aceptación tiene que ver con la actitud crítica  y activa que nos permite ver las cosas que nos suceden de forma global y nos ayuda en un sencillo golpe de vista a distinguir donde está la salida de emergencia.
Recuerdo a estos equipos de vuelo que se afanan por ser escuchados entres palabras, traducciones y gestos y nos dan todo tipo de explicaciones en caso de accidente aéreo; y cómo al final nos indican con un elegante golpe de brazo el itinerario de lucetitas que nos lleva en caso de descomprensión de la cabina, precisamente hacia esa famosa salida de emergencias. Parece que nos da tranquilidad al menos saber dónde está esa salida, aunque en caso real de accidente, a ver quién tiene la suerte de llegar hasta ella.
Pero en ocasiones, saber dónde está esta salida, nos ata a ella. Nos colocamos afanosamente a su lado y nos hace pensar: "seré la primera en salir". Pero al mismo tiempo nos impide disfrutar del resto de los servicios que el avión nos ofrece.
En nuestra vida diaria nos pasa lo mismo. Me doy cuenta cómo me aferro a las cosas y a los lugares. Aunque fácilmente me libere de ellos, con la misma facilidad me ato a los nuevos. Os puedo confesar que  en menos  de cinco años he llevado a cabo cuatro grandes mudanzas  a diferentes casas, pueblos y lugares de trabajo. Y voy camino del quinto traslado que se produciré en cuarenta y ocho horas.
Ayer sábado, día de descanso para mucha gente, decidí dedicarlo a la gran tarea de empaque. Más de quince bultos enormes entre cajas y bolsas hasta el borde, repletos de libros, anotaciones, ficheros, fotografías, recuerdos acumulados de veinte años de profesión.
Hacía menos de un año que había llegado a aquel edificio. Una casa victoriana rehabilitada, antigua casa del jefe de estación y oficinas ferroviarias. Lugar privilegiado en el que podía contemplar una magnífica visión del entorno; en el que podía trabajar tranquila pero mayoritariamente en solitario. Adaptándome a los nuevos compañeros que te hacen un hueco en sus vidas y en sus rituales.
Había convertido un despacho muerto en un lugar entrañable en el que trabajar. Un espacio acogedor y humanizado. Desde el sillón de trabajo, miraba por la ventana y respiré. Había terminado de cerrar la última de las cajas y mañana serían trasladadas otra vez por mis compañeros operarios hacia un nuevo destino: un entorno conocido con grandes retos que afrontar pero con un equipo humano al que adoro y que ha añorado todos estos meses con toda mi alma, a pesar de todo.
Me resistía a tirar y romper cosas; pero curiosamente en cada traslado he dejado muchas cosas atrás; muchos recuerdos, muchas imágenes, muchos sueños y muchos momentos de vida. El equipaje con las años y la madurez creo que se aligera. Es lo que me contaba mi padre. "Cada vez vas necesitando menos cosas, para quedarte con lo esencial de ellas".
La vida nos regala innumerables ocasiones de las que podemos extraer estos momentos esenciales que guardamos en el alma. Esos son los que podrán acompañarnos a cualquier lugar. Además no pesan.
Me gustaría llegar ya a ese momento de madurez personal en el que mi viaje por la vida fuera ligero de equipaje. Pero no. Aún no ha llegado ese momento. Y esta tarde me preparo para aceptar con entusiasmo mi nuevo destino. Hoy comienza mi nueva vida.

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